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| Mascara Mortuoria Tutankamon. |
Estas piezas eran elaboradas colocando yeso, cera o arcilla directamente sobre el rostro del difunto, obteniendo un molde exacto de sus facciones. Posteriormente, ese molde servía para realizar copias en yeso, bronce o incluso mármol, con el propósito de preservar la memoria y el poder del fallecido.
La práctica se remonta al Antiguo Egipto, donde las máscaras funerarias —como la célebre de Tutankamón— tenían un carácter espiritual, pues se creía que ayudaban al alma a reconocer su cuerpo en el más allá. Los griegos y romanos también las emplearon, tanto como símbolos familiares de linaje, como modelos para esculturas realistas.
Durante la Edad Media y el Renacimiento, las élites europeas hicieron de las máscaras mortuorias un medio para dejar testimonio de su imagen, muchas veces como base para retratos y monumentos funerarios. Ya en los siglos XVIII y XIX, con el auge del romanticismo y el culto a la memoria, se convirtieron en un recurso habitual para perpetuar a intelectuales, artistas y líderes políticos. Figuras como Beethoven, Napoleón, Dante, Voltaire o Lenin dejaron tras de sí una máscara mortuoria que aún hoy permite verlos tal y como eran en su lecho final.
Actualmente, estas piezas son consideradas auténticos tesoros históricos y antropológicos, pues no solo guardan la fisonomía exacta de quienes las portaron, sino que también nos revelan la relación de cada época con la muerte, la memoria y el deseo de trascender.
La máscara mortuoria es, en esencia, un puente entre la vida y la eternidad: un rostro que, aun en la muerte, logra permanecer inmortal.

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