Mi hijo me pidió que lo cambiara de colegio.

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Así.
Sin quejarse.
Sin llorar.
Sin hacer drama.

Solo se sentó frente a mí y dijo, bajito:
—¿Puedo estudiar en otro lugar?

Le pregunté si algo había pasado.
Me dijo que no.
Le pregunté si no se sentía cómodo.
Me dijo que no sabía.
Entonces le pregunté si alguien lo hacía sentir mal.
Y se quedó en silencio.

Esa noche no dormí.
Y al día siguiente, sin decirle nada, fui al colegio.
Dije que tenía que entregar unos documentos.
Pero me quedé.
Esperé a que salieran al recreo.

Y ahí lo vi.
Sentado solo, en el rincón del patio.
Con la cabeza baja y el bulto en las piernas.
Pasaron varios niños.
Uno le dio un empujón suave, de esos que parecen juego, pero no lo son.
Otro le quitó la gorra y se la tiró por encima del muro.
Y un grupo de niñas le señalaron algo del uniforme y se rieron.
Él no reaccionó.
Solo se quedó ahí.
Como si ya no esperara que nadie hiciera nada.

Pero lo peor no fue eso.
Lo peor fue ver que una maestra vio todo.
Y no dijo ni una palabra.
Ni una.
Se limitó a cruzar los brazos, mirar a otro lado… y seguir su camino.

Les escribí al colegio.
Les dije que mi hijo me había contado que algunos compañeros lo molestaban.
Que en clase le escondían las cosas.
Que en los pasillos lo imitaban.
Que le decían apodos.
Lo reportamos.
Lo hablamos.
Y su respuesta fue:
—“Son cosas de niños. Ya lo vamos a manejar.”

Pero no lo manejaron.
Lo dejaron solo.

Esa tarde, cuando regresó a casa, me preguntó si había pensado lo del cambio.
Le dije que sí.
Y que ya estaba hecho.

No me pidió explicaciones.
Solo bajó la mochila con un suspiro.
Como quien deja de cargar una piedra en el pecho.

Desde entonces estudia en otro lugar.
No más bonito.
No más caro.
Solo más humano.
Donde lo ven.
Donde lo escuchan.
Y donde no tiene que fingir que todo está bien… para que lo dejen en paz.

Porque un niño no pide cambiar de colegio por un simple capricho.
Lo pide cuando ya no puede más.

Y lo más triste…
es cuando lo que más le duele no es lo que le hacen los compañeros,
sino lo que no hacen los adultos que deberían protegerlo.

Ojalá esto no sea algo que solo nos pasó a nosotros.
Ojalá no sea la única mamá que tuvo que aprender esto… tarde.

Porque si hay algo que no se olvida jamás,
es el día en que tu hijo te pide, en voz bajita,
salir del único lugar donde se suponía que debía sentirse seguro.

Historia anónima

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